domingo, 31 de marzo de 2013

200.

¿Cómo es que las cosas nunca pueden estar en su mejor punto y mantenerse allí? Arriba, cerca del cielo, cerca del sol.
De día, todo se ve hermoso, despejado y alcanzo a ver las lejanías. Parece infinito, eterno y de alguna forma, mío. Pero no siempre es de día y en algún momento, el sol desaparece.
Y queda la sombra, la soledad, la oscuridad.

Yo solía gustar de la noche, me gustaba no poder distinguir nada en la oscuridad. De pie, con mis manos estiradas frente a mis ojos e inalcanzables a mi pobre vista. No tenía que enfrentarme a lo que no veía.
Y vivía con el corazón en un hilo, temeroso. Al menos me mantenía alerta, viva.
Ahora no. Existe el sol, cegador con su brillo, con su calor. Cuando hace calor, cuando disfruto la suave, apenas perceptible brisa acompañando el calor, temo por el frío que vendrá en la noche; el frío ataca, sin sentido, sin piedad.
¿Qué me has hecho? Te acercaste sin aparecerte en el espejo retrovisar, sin anunciarte, sin campanas ni desfiles, en silencio. Para cuando creí, calculé que llegabas... estabas ya a mi lado.
Y yo había pasado por desapercibido ese último momento en que te puedes salvar. No existen las salidas, solo un eterno laberinto sin fin, cuyo único comfort es que quizá en la próxima esquina, quizá la próxima cerrada, será mejor que la anterior.
Ahora estoy condenada a vivir corriendo, aunque solía detestarlo. Corre, corre porque has olvidado ya como detenerte y, ¿qué implica el detenerse?
Perderlo. Perder todo.